Érase una vez un cuento. Un cuento que estaba vivo, un cuento capaz de crecer. Este cuento cada vez se hacía más grande, pero se mantenía oculto, y sólo unos pocos afortunados lograban descubrir su procedencia.
Este cuento comenzó en Luminous words, acompañado de una luna. Quienes le siguieron el rastro llegaron más tarde a Yo leo, yo comento, donde encontraron un arco. Hoy llega hasta nosotros la tercera parte de este cuento, al cual acompaña la música. Y esto no acabará aquí. Queda mucho por descubrir, y la próxima parada será Plumas de tinta, el viernes 12 de septiembre, donde Beth os desvelará una nueva historia.
Os presento a Drake, buscadores de cuentos. Si escucháis con atención, tal vez tenga una balada para vuestros oídos...
En los cuentos nunca se habla de cómo caen los reinos. En
los cuentos no se habla de la oscuridad ni de lo frías que son las celdas.
En mi prisión, el único fuego que ardía era el que aparecía
en mis pesadillas, quemando la bandera astrense y anunciando el principio de un
nuevo Régimen. En mi prisión, las únicas canciones eran los aullidos de los
soldados y los chillidos de los moribundos antes de caer bajo la espada
hermana. En mi prisión, las únicas risas eran las de los muertos, libres al fin
de la guerra y el sufrimiento.
Todo había empezado aquella noche tranquila. El caos había
caído sobre el palacio cuando la luna estaba en lo más alto. Recuerdo haber
despertado en la penumbra y saber que algo iba mal. Recuerdo que te tomé en
brazos, porque temía que alguien nos separase. Recuerdo el silencio que
precedió a los gritos, a la sangre, al clamar de las espadas chocando entre sí.
Recuerdo la carrera con un rumbo fijo, pensando que irían a por ella, que
tratarían de arrebatárnosla. Nunca llegué a verla, sin embargo. No tuvimos
tiempo de escapar, como otros. No tuvimos tiempo de defendernos. Nos atraparon,
nos golpearon. Nos dejaron sin sentido. Nos alejaron.
Y sin cuentos ni canciones nos abandonaron en la oscuridad.
Nadie me había hablado de que la locura tuviera forma. Nadie
me había hablado de que pudiera llegar de puntillas y atormentarme. Pero desde
aquella noche, fui consciente de su existencia. A partir de entonces, empezó a
rondarme. Tomaba la silueta de mi madre. Tomaba la silueta de un padre que se
fue cuando yo era demasiado joven. Y entonces, se reía de mí. Se burlaba de mi
debilidad, de mi soledad. Empecé a perder el sentido del paso del tiempo.
Empecé a perder el sentido de mi realidad.
Perdí la voz, porque en mi celda no había nadie con quien
hablar.
Perdí la vista, porque en mi celda no había más que
oscuridad.
Perdí cada uno de mis sueños, porque en mi celda solo había
espacio para respirar.
Perdí la esperanza.
No importaba: ya no me quedaba nada, excepto la vida y, de
hecho, esperaba el momento, aquella hora, aquel día, aquella luna, en la que el
guarda entrase y me anunciase la ejecución. Llegué a añorar aquel fin. El frío
filo del hacha en mi cuello. Una caricia que acabaría con el sufrimiento, con
el sinsentido de aquella vida entre cuatro paredes bajo tierra, en un lugar que
tiempo atrás había sido mi hogar.
Y un día, cuando ya no creía en milagros, te escuché. Tu voz
me llegó como en un sueño, en un encantamiento, y me trajo de vuelta a días que
ya habían pasado. Recordé voces de amigos, las notas claras de una canción, el
abrazo del sol, las flores brillando bajo la luz de las estrellas. Pensé en los
que estaban fuera, en los que habían muerto en la rebelión, en los que merecían
la muerte más que los fantasmas que me atormentaban.
Supe que tenía que escapar. Que ya había esperado
suficiente. Que tenía que salvar a aquel país moribundo.
A veces, la puerta se abría y la luz del exterior, las
simples llamas que bailaban en las antorchas de la pared, me cegaban. Me
encogía entonces, como un animalillo asustado, y esperaba a que las tinieblas
volviesen. Me dejaban comida, y yo seguía el olor hasta encontrar la bandeja y
devorar el contenido del plato con manos temblorosas y estómago cerrado por el
hambre. Cuando terminaba, me arrastraba de nuevo a mi rincón y allí permanecía,
acurrucado, durmiendo o velando, no lo sé bien.
El día en que escapé, estaba esperando a que la puerta se
abriera. Me agazapé cerca de la entrada, preparado, y me lancé a ciegas sobre
el guarda en cuanto entró. No se lo esperaba. Apenas sí tuvo tiempo de dejar
escapar una exclamación. Me abalancé sobre él con una fuerza que no sabía que
tenía y lo derribé. Luchamos. Pensé que perdería. Me sentía débil y famélico, y
pronto escucharían la trifulca y vendrían en su ayuda sus compañeros. Pero
mientras que yo había tenido tiempo de preparar mi mente, de armar altas
murallas que me protegerían, él estaba desnudo de defensas, y yo aproveché el
momento y ataqué.
Nunca olvidaré su rostro en aquel momento. Se le quedaron los
ojos en blanco y una mueca floreció en su rostro, deformándolo con el dolor. El
puño alzado, dirigido a mi cara, se quedó congelado en el aire y cayó sobre el
suelo. Todo su cuerpo se convulsionó antes de quedarse quieto. Vi su vida pasar
por su mente. Vi su último pensamiento, y a quién iba dirigido.
Con un último gruñido involuntario, llegó el silencio.
Aquella fue la primera vez que maté a un hombre.
No sería la última.
La lucha no había hecho más que comenzar.
¡Recordad pasar el viernes por PLUMAS DE TINTA!